"Los salvajes espacios yermos del mar y las pálidas dunas sobre las que planea un halcón son para mí los espacios ceremoniales que en la liturgia ocupan la oración, el himno, el sermón, el silencio, la homilía, la escritura, la arquitectura de la propia iglesia”.
Horas de invierno, Mary Oliver.
Los días de diciembre son cortos, pero este año muy luminosos. El sol brilla con fuerza en un cielo azul intenso, sin nubes, lo cual es raro en estas tierras.
He subido muchas veces a Sierra Carbonera. Por la encrespada ladera llevaba un tiempo buscando la mandrágora. Sabía que florecía por estas fechas, pero cuando la planta no está en flor no soy capaz de identificarla. Paso por esa cresta muchísimas veces a lo largo del año, pero tan sólo en diciembre veo la mandrágora. La planta como tal no tiene nada llamativo, pero cuando está en flor llama la atención. Esas flores moradas y delicadas resaltan entre las plantas secas y sobre la arena rojiza, arcillosa de la sierra.
En Sierra Carbonera tampoco he encontrado otra mata de mandrágora. Tan sólo esta y la veo en los días de diciembre. He buscado por los alrededores otras matas, pero nada. Persiste este único ejemplar en la cresta empinada, entre roquedos.
Hoy ya no fui capaz de verla, las flores han debido marchitarse y se ha convertido en una planta más entre las múltiples hierbas que verdean en la sierra, a pesar de la sequía.
Vemos lo que sabemos ver. El monte se compone de aquellos seres que sabemos identificar, lo demás pasa indiferenciado ante nuestros ojos, como si no existiese. Hay un mundo ahí fuera por descubrir.
La mandrágora de los días de diciembre se ha vuelto a ocultar hasta el año que viene. Se reintegra en la multitud y se vuelve invisible a mi mirada. El sol sale, se oculta, nace, y comienza otro año. Esta es la arquitectura de mi templo.
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