domingo, 26 de noviembre de 2023

Vuelvepiedras: paseantes de las costas

“Lo que la naturaleza nos da, nunca nos resulta suficiente. Debemos refrescar constantemente nuestra mirada con nuevas visiones de un vigor inagotable, fenómenos vastos y titánicos, la costa y sus naufragios, las extensiones inagotables y sus árboles, vivos o putrefactos, las nubes tormentosas y el diluvio que dura tres semanas y da lugar a grandes inundaciones”. 

Walden, H. D. Thoreau

Cádiz huele a mar. Las calles estrechas del casco histórico las recorren los vientos marinos húmedos y salados. Con una larga historia la ciudad me resulta interesante de leer: sus monumentos, su arquitectura, su peculiar urbanismo. Es un lugar único, irrepetible.

Estos días de noviembre fueron calurosos, el mar estaba calmo, apenas hacía viento. Si hubiera llevado el bañador es probable que hubiera acabado bañándome al medio día. El hotel daba al atlántico y por el paseo marítimo fui andando hacia el castillo de San Sebastián, antaño templo de Moloch según la tradición.  

En una isla pequeña, apenas un roquedo, muy cercano a la playa de la Caleta, lo que en tiempos fue un lugar sagrado, enigmático, donde se adoraban antiguos dioses, en el siglo XVIII se construyó el castillo que hoy vemos. El paseo es fresco y agradable. El día estaba un poco nublado y el viento azotaba con fuerza la estrecha carretera que une la playa con el roquedo.

La espuma del mar salpicaba a cada rato a los paseantes y entre las rocas calcarenitas andaban los vuelvepiedras (Arenaria interpres). Me sorprendió lo confiados que eran. Había unos hombres echando de comer migas de pan a las palomas en la playa y ellos acudían a comer entre ellas. Andaban por entre las piernas de la gente que pasaba. 

Es un ave que cría en las áreas costeras en torno al Ártico, pero que aparece por las costas atlánticas de la península en los meses de invierno. El nombre de vuelvepiedras se debe a su método de alimentación, que consiste en voltear piedras con el pico para comerse los invertebrados, principalmente insectos, que hubiera debajo. 

Los intrépidos y descarados vuelvepiedras, que habían volado miles de kilómetros, desde el norte de Europa hasta la Bahía de Cádiz, se acercaban a mi cada vez que abría mi bolsa, pensando que quizás iba a echarles algo de comer. Aproveché para fotografiarlos con el móvil. Más lejos saltaban entre las rocas ostioneras metiendo el pico en las oquedades (piedras formadas por conchas marinas, entre las que las ostras se distinguen con facilidad, piedras con las que se construyeron ciudades en la antigüedad) inmersos entre los roquedos y el mar, en la tierra inestable azotada por las mareas, entre la espuma blanca y de vez en cuando mirando curiosos a los paseantes cegados por el turquesa del mar. Así pasan el invierno los vuelvepiedras. 

Atrás dejé Cádiz y su historia y sus habitantes alados, a mi paso me llevé este inesperado encuentro. 



No hay comentarios:

Publicar un comentario