miércoles, 22 de mayo de 2019

La garceta común: entre azules y ocres.



“He estado atento para detenerme ante el cruce de dos eternidades, el pasado y el futuro, que no es sino el momento presente, y conformarme con esa divisoria”.

Walden, H. D. Thoreau


Los días se alargan y el calor comienza a apretar a mediados de mayo. Por tierras conileñas el viento golpea con fuerza la costa y las aves buscan refugio donde pueden. El cielo es azul limpio y el mar turquesa. Azotada por el viento, en la desembocadura del río Salado encontré a tan magnífica ave.
A decir verdad, la garceta común es un ave muy frecuente, que habita toda la franja costera de la península, pero por ello no dejar de ser bella. Y en este día de fuertes vientos, en que el penacho de plumas de la nuca era como una melena abandonada a los vaivenes del viento, fue todo un sublime hallazgo.
Se la distingue de otras garzas por el penacho de plumas ya mencionado, su color blanco, el pico largo negro, las patas negras y los dedos amarillos y un área desnuda delante del ojo que es amarilla y sobre todo puede verse en época de cortejo.
Parece ser que su presencia suele estar relacionada con los arrozales y aunque todavía no la he visto personalmente sé que hay de arrozales por la zona. No obstante es una habitante de los ambientes acuáticos. Siempre que haya aguas someras y tranquilas con alguna vegetación allí la encontraremos.
Su dieta se basa en pequeños peces, anfibios, crustáceos, lombrices, lagartijas e incluso pequeños mamíferos. Este ejemplar andaba removiendo el limo incansablemente a la búsqueda de alguna presa. Puesto que por esta fecha suelen nacer las crías, hemos de suponer que la necesidad de avituallamiento es mayor y su trabajo doble. El ejemplar no obstante estaba sólo.
La garza parecía ajena a mi presencia, muchas son las personas que cruzan el río Salado por el puente, desde donde realicé las fotos, al día y debía de estar acostumbrada. Pude tomarme tiempo para realizar las fotos, cosa bastante poco habitual en mí. La garza no iba a ir a ninguna parte, de hecho, fui yo quien me fui y el ave siguió allí imperturbable concentrada en su búsqueda, moviéndose torpemente debido al azote del viento.
La tierra anaranjada contrastaba con el turquesa del agua marina y el celeste del cielo creando un paisaje de enorme belleza. Paisaje por el que además, la garza, elegante y esbelta paseaba proporcionando un tono blanco a la gama de azules y ocres. Un paisaje digno del mejor pintor.