“Miles de pececillos se mueven a lo largo de la orilla: un rebaño, un vuelo bajo el peso del agua, hundiéndose y elevándose, de espinazo lábil; sus aletas bogan, ínfimas y precisas; son recipientes de energía, caben seis en un dedal, pura grasa y cristal, pura transparencia: el conducto alimenticio, nítido en cada cuerpo. Miles y miles: un tropel de arcoíris, un cardumen, una enorme manada, y sin embargo, nadan como una única curvatura, un ala, una cosa, un viajero. Sus bocas están abiertas, feroces coladores hocicando en las diatomeas. Giran a la derecha, a la izquierda. Aceleran, frenan…
Es verano, el largo crepúsculo. Clavo la mirada en el agua. Me digo a mí misma: ¿cuál de ellos soy yo?”
Alevines, Mary Oliver (La escritura indómita)
A finales del verano, cuando los días largos comienzan a acortar un poco y las puestas de sol se vuelven de un intenso naranja, llegan a la bahía las corrientes cálidas. El agua del mar está tan caliente que no me resulta agradable del todo darme un baño. No refresca tanto como en los días de julio cuando estamos a merced de las corrientes frías y el agua se vuelve cristalina.
Estas imágenes que acompañan la entrada, aunque fueron tomadas la última semana de agosto, muestran una mañana de aguas claras y limpias. Además de marea baja, Debió de ser la única mañana así esa semana, porque el resto fueron de aguas turbias y mareas altas.
La corriente era cálida desde luego y las aguas estaban templadas en esta parte del mediterráneo. En la costa de San Roque hay algunas zonas de rocas y este es el hábitat que fotografié.
Me metí en el agua hasta las rodillas y allí en plena quietud el fondo cobró vida. Unos pececillos con manchas negras y unas aletas pectorales redondeadas danzaban entre las rocas, otros permanecían en el fondo sin moverse, con un cuerpo mitad roca mitad alga, completamente mimetizados. Camarones de rocas y cangrejos ermitaños.
Estaba entre medio de toda aquella vida. Mis pies hundidos en la arena eran como las raíces de un enorme árbol con ojos abiertos al fondo. Un movimiento brusco y todo quedaría reconfigurado: los pececillos buscarían refugio en la sombra de una piedra, los camarones saltarían lejos y los cangrejos ermitaños enterrarían su concha de caracola. Todo ello aprovechando la turbidez del agua. Una vez asentada y recuperada la quietud surgiría un nuevo paisaje. De hecho algo así debió de ocurrir cuando saqué mis pies de allí y salí del mar. Que un fondo nuevo debió de nacer.
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