viernes, 11 de abril de 2025

Moradores de la hojarasca: Clathrus ruber

“Yo no sería soberana ni de una sola brizna de hierba, mientras pueda ser su hermana. Acerco mi rostro al lirio, que se alza por encima de la hierba, y lo saludo desde el tallo de mi corazón. Vivimos, y de esto estoy segura, en el mismo territorio, en el mismo hogar, y nuestra luz proviene del mismo farol. Todos somos salvajes, audaces, asombrosos. Y ni uno solo de nosotros es bonito”. 

La escritura indómita, Mary Oliver. 


La luz es tenue este año en los últimos días de marzo y de principios de abril. Se cuela entre las nubes, que le hacen de tapiz. Los campos están llenos de charcos, barro, las matas creciendo, extendiendo sus tallos verdes, deshaciendo los caminos en su floración. 

El Pinar del Rey está lleno de setas. Por doquier surgen, de entre la hojarasca, de los troncos de los árboles, de debajo de las piedras. Esta primavera sombría es el paraíso de las setas. Y unas muy peculiares han llamado mi atención estos días. 

Se trata de Clathrus ruber. Iba corriendo por los senderos ricos en humus de debajo de los pinares, cuando observé algunas setas como huevos o piedras blancas, rocas meteoritos, no es fácil de describir. Tenían una superficie rugosa en cierta forma. Eran raras. Pero no les presté más atención. Fue después cuando encontré las rejas rojas, de enorme tamaño. Entonces no pude más que quedar fascinada. 

Era horrible el olor que desprendían, les hice las fotos a favor del viento para no sufrir su terrible pestilencia. Y es que estas setas que huelen a descomposición cuando han madurado y salido de esos huevos-rocas, extienden un enrejado con forma de malla más o menor regular, abovedado, con apariencia esponjosa de color rojo vibrante. Confieso que no fui capaz de tocarlas por temor a que se pegara aquel olor a las manos. 


El desagradable olor es un mecanismo de Clathrus ruber para atraer a insectos de los que acuden a cuerpos en descomposición, sobre todo moscas verdes de las que vi muchas a su alrededor. Estas moscas son el instrumento de la seta para dispersar sus esporas y así expandirse y asegurarse la continuidad en el pinar. 

Cuántos seres habitan bajo la superficie de la tierra, ocultos a la mirada humana, latiendo bajo nuestros pies, creciendo y multiplicándose. Las setas de vez en cuando florecen y nos anuncian su presencia. Nunca antes me había encontrado con Clathrus ruber, su rojo vibrante de vida y su terrible pestilencia. Seres audaces, llamadores de moscas y de curiosas personas como yo, moradores de la hojarasca.



viernes, 28 de febrero de 2025

De la existencia del azafrán montuno


 “Con cada despertar, ya sea de un sueño o de una abstracción, el hombre tiene que aprender de nuevo lo que son los puntos cardinales. No nos encontramos con nosotros mismos hasta que no estamos perdidos, o en otras palabras, hasta que no perdemos el mundo y podemos reconocer dónde estamos y cuál es la infinita extensión de nuestras relaciones”. 

Walden, Thoreau

Entre vendavales, días nubosos y algunas tormentas se abre paso la primavera. Sierra Carbonera se convierte en un barrizal mientras florecen los gérguenes (Calicotome Villosa). Todavía no se ha desplegado su olor, pero sus ramas comienzan a teñirse de amarillo. 

En mi subida observé que el suelo se llenaba de colores: blancos, azules, amarillos, naranjas. Las herbáceas en flor, y algunos bulbos imperceptibles a lo largo del año comienzan su desfile de colores. Estos últimos no se pueden ver la mayor parte del año porque se mantienen enterrados, sin hojas, esperando el clima propicio para salir a la luz, para crecer bajo el cielo entre los otros seres que viven a la intemperie. 

Pasé por algunos tramos en los que había florecido este azafrán montuno que tiene varios nombres vernáculos que nunca había oído: azafrán portugués, anodea o cebollina. Su nombre científico, por el que podemos identificar a la especie, es Romulea bulbocodium (L.) Sebast. & Mauri.

Es de la familia de las iridáceas y florece tan sólo en primavera. Es una planta muy pequeñita de entre 5 y 20 cm de altitud. En Sierra Carbonera crece pegada al suelo, por lo menos en la vertiente de levante en donde florecían muchísimos de ellos. Sus hojas, como puede verse en las imágenes que tomé, son alargadas y finas, mientras que la flor es pura preciosidad, moradas con el corolino de un intenso amarillo anaranjado. 

A pesar de los fuertes vientos marinos que azotan esas tierras el azafrán montuno se aferra a la tierra, a los taludes arcillosos. Permanecen enterrados a resguardo del sol y del frío. Cuando los días comienzan a alargarse y las lluvias arrecian, reúne todas sus fuerzas, se abre camino entre la tierra y hoja a hoja, flor a flor puebla la intemperie. Reconoce su lugar en el mundo, la infinita extensión de sus relaciones, impacta en mis ojos, ocupa un espacio en mi memoria de las cosas que existen y desaparece hasta que los tiempos sean propicios. 




sábado, 18 de enero de 2025

Invierno azul


“Los frutos y las plantas, regados con el rocío de las montañas que se reúnen aquí, son más memorables para mí que las últimas palabras que escuché en un púlpito”. 

Cartas a un buscador de sí mismo. H. D. Thoreau

En enero no podemos desaprovechar los rayos de sol. En cuanto aclara, subo a la Sierra Carbonera. 

El viento se había aplacado y una brisa casi imperceptible era todo lo que quedaba de los días precedentes de temporal y lluvia. También quedaban barro y algunas charcas. En una de ellas encontré renacuajos de un negro intenso. Como pequeñas hojas caídas flotando a la deriva. Es lo que parecen a primera vista, pero después se desplazan torpemente por la superficie quedando al descubierto. Hay que parar un momento para poder ver la constelación anfibia en movimiento por la charca. 

Los tojos amarillos y las campanillas moradas de los brezos inundan de color los caminos de la sierra, por los cuales también son muy comunes estas pequeñas flores azules. Las veo todos los años. No pasa desapercibido su intenso color azul, pero después de la floración, la planta se vuelve invisible a mi mirada, ya no sé reconocerla.

Se trata de una boraginácea: Glandora prostata que florece a partir de enero. La planta es mediana, entre 15 y 40 cm. No alcanzan gran altura, siempre se mantienen muy por debajo de los brezos y los tojos. Las hojas tienen pequeños pelos, pero su tacto no es aterciopelado, sino áspero. Hay varias subespecies en la península y no sé muy bien de cuál de ellas se trata. 

Cuando estaba en la cumbre de la sierra, en su punto más alto, junto al vértice geodésico que marca los 311 metros de altitud, ahí, en ese punto, comenzó a nublarse, un viento de poniente sopló con intensidad y se volvió frío, pero fue sólo en la cumbre. Entre las nubes se abrió un claro y un enorme rayo de sol iluminó San Roque. El viento y su frialdad duró poco, pues en cuanto emprendí la vuelta por la vertiente de levante quedó atrás y continué bajando en margas cortas. 

Corriendo entre los carriles, saltando entre las piedras, a intervalos entreveía las flores azules de esta planta de la que desconozco nombre vulgar. Cuanto más me adentro en la sierra menos capacidad de nombrar las cosas poseo. Entre miles de humildes hierbas cómo distinguir. Y a pesar de ello cada una pertenece a una especie distinta, germina, crece y florece siguiendo su propio calendario. 

Sólo puedo decir que en estos días de enero puebla de azul la sierra esta planta.  Azul, entre verdes, de los días invernales. 



sábado, 28 de diciembre de 2024

Diciembre: la pequeña flor amarilla

 “Mira el planeta. Por todas partes, la libertad se abre camino serpenteando alrededor de la necesidad, inventando nuevas ristras de ocasiones; lanza un lazo al tiempo y lo somete a sus ritmos variados y enérgicos”.

Enséñale a hablar a una piedra. Annie Dillard


Diciembre vino con sus lluvias y días frescos. Los vientos fuertes, temporales de levante, azotaron la sierra. Aprovechando un claro de sol me propuse atravesar Sierra Carbonera, desde la vertiente poniente a la del levante. Inventar un nuevo camino, esquivando las vacas que por estos días pastan en algunas laderas. 


Había mucho barro. Los brezos lucían sus pequeñas flores moradas, algunas margaritas estaban abiertas como en la primavera, pero mi atención quedó atrapada por una planta que suelo ver siempre en mis paseos y que lucía sus pequeñísimas flores amarillas. 

Se trata de alguna subespecie de Thymelaea, con las hojas aterciopeladas y de agradable tacto. Es probable que se trate de Thymelaea lanuginosa (Lam.) Ceballos & C. Vicioso, pero podría tratarse de otra variante. 


El sentido del tacto es algo a lo que quizás le damos poca importancia, pero ejercitarlo en la naturaleza es un medio de contacto y conocimiento indispensable para identificar seres vivos y para conocer mejor el medio en el que nos movemos. En mis paseos están el tacto aterciopelado de esta planta (de hecho lanuginoso significa que tiene pelusa o vello), el pegajoso de la jara, el urticante de la ortiga, el áspero de la coscoja, el liso y duro de la palma de palmito, el fresco de la hoja de Arisarum simorrhinum, el espinoso de la esparraguera, etc. Un sinfín de sensaciones y contactos importantes para desenvolvernos como los seres que somos, con nuestra piel delicada por entre los senderos del monte. 

La Thymelaea es una planta bajita, perenne, de un verde grisáceo. Crece discreta, no llama mucho la atención en la sierra, salvo por su suavidad al tacto. Subsiste a pesar de los fuertes vientos procedentes del mar y en estos días de diciembre abre sus flores amarillas, un toque de color a su moderado tono pastel, camuflaje serrano. 


Con este encuentro, seleccionado entre otros muchos, porque en la sierra se está entre miríadas de seres, es algo incontable; con este encuentro acaba el año en este blog de naturaleza, con la esperanza y la vista puesta en andar en libertad otros muchos caminos, senderos de encuentro, de mirada despierta, atenta a las otras formas de respirar y ver el mundo, lanzar un lazo al tiempo y traerlo con palabras a este espacio.




lunes, 25 de noviembre de 2024

Una historia en la oscuridad, pegada al suelo. La lagartija andaluza

“Somos extranjeros, residentes temporales, puntos suaves, sobre las rocas. Has paseado por la playa y has visto dónde han aterrizado las aves, dónde han caminado y levantado el vuelo; sus huellas en la arena comienzan, continúan y, de pronto, desaparecen. Con nuestras huellas sucede lo mismo: pero nosotros llegamos y nos mantenemos aún en el suelo. Mientras estamos aquí, durante las estaciones en que nuestras tiendas están montadas en la luz, pasamos unos junto a otros saludando a gritos en mil lenguas, dando la bienvenida y diciendo adiós”.

Enseñarle a hablar a una piedra. Annie Dillard


En estos días nublados de noviembre el Pinar del Rey se mantiene mojado. El sotobosque, de un verde intenso, brilla de una forma especial. Las hojas gotean, los senderos están llenos de barro y se abre el imperio de las setas. Las hay de muchas formas, casi todas de colores pardos. Unas se elevan sobre el tapiz verde del suelo, otras crecen en las ramas viejas, sobre las corchas de los pocos alcornoques que sobreviven. Unas se abren como un paraguas. Otras en cambio, son como huevos de un extraño animal y explotan para expulsar las esporas quedando como si fueran un trozo de tela vieja adherida a la hojarasca. 


Llueve a ratos. Poca cosa. Es casi imperceptible desde el sotobosque por donde nos desplazamos los humanos. En la copa de los árboles seguro que es otra historia. La mía es en la oscuridad, pegada al suelo. Una historia que comparto con las setas y con otros muchos seres como los jabalíes. Aunque no he visto ninguno, camino a menudo sobre sus huellas. También han removido con sus hocicos toda la hojarasca en grandes trechos cerca del sendero. Debe de ser un grupo grande. Sólo su rastro es visible, lo demás son fantasmas. 


Voy corriendo y hago el sendero del Tajo del Pajarraco, en la oscuridad, intentando no resbalar en los barrizales. En el Tajo realizo un breve descanso y observo los buitres que vuelan muy bajos. Creo que debe de haber alguna buitrera en las peñas de enfrente. Después retomo mi carrera por entre las tierras rojas, arcillosas, características del pinar. De vez en cuando sorteo alguna piedra ostionera para no tropezar con ella. 


Cuando por fin llego al coche, me doy un paseo para ver cómo se encuentra la fuente de la Alhaja, en donde crecen equisetos y habitan tortugas. El arroyo vuelve a llevar agua, después de mucho tiempo. Sale el sol por un breve momento. Una lagartija aprovecha para colocarse sobre la madera de la barandilla del puente que cruza el arroyo. Sedienta de sol, tesoro raro en estos días nubosos del otoño, decide pasar de mi presencia. Me mira. Realizo la foto con el móvil y ella sigue al sol sin inmutarse. 


Esta habitante del pinar es, según me han comentado en grupos de herpetología, la lagartija andaluza: Podarcis vaucheri, que ha sido considerada como una subespecie de Podarcis hispanicus. Habita efectivamente en zonas de la provincia de Cádiz, pero hay muy pocos datos sobre la especie. 


Nos miramos tan sólo un momento mientras se deleitaba en su efímero baño de sol. Habitante enigmática de la oscuridad del sotobosque. Pasamos una junto a la otra. Fue tan sólo hola y adiós.




domingo, 20 de octubre de 2024

Los frutos del otoño: Agracejo

 “La manera humana de estar vivo, enigma entre los enigmas, sólo adquiere sentido si está entramada con las otras miles de maneras de estar vivo que los animales, vegetales, bacterias y ecosistemas reivindican a nuestro alrededor”

Baptiste Morizot “Maneras de estar vivo



El otoño es la mejor fecha para pasear por las cumbres montañosas. Como otros años viajé a las Alpujarras granadinas y allí caminé por encima de las nubes en el sendero de las Siete Lagunas, saliendo desde el pueblo de Trevélez.

Son varias las entradas que tengo en el blog dedicadas a estos paseos por el Parque Natural de Sierra Nevada.


En 2022 dediqué una entrada a los helechos verdes de la umbría: Helechos en la umbría


En 2016 dediqué una entrada la lavandera cascadeña que saltaba entre las piedras del río Trevélez: Entre cantos rodados y musgo


En 2015 dediqué dos entradas, una al encuentro con las lagartijas colilargas: El perfil de las rocas y otra al encuentro con el lagarto ocelado de la Sierra Nevada: Reptiles en las alturas



Este paisaje de las cumbres es recurrente en mi vida, por lo menos una vez al año intento tener el placer de caminar por las agrestes montañas. El otoño inunda de amarillos, naranjas y ocres el valle de Trevélez, los caminos de llenan de nueces caídas de los nogales y de las bolas amarillas como erizos espinosos de los castaños. Las manzanas verdes y rojas, los membrillos, pueblan los árboles frutales. En la ribera del río los chopos amarillean sus hojas y las de los cerezos se tornan de un rojo intenso. 



Encontré los colores del otoño y sus frutos entre las brumas, mojados por las primeras lluvias tras el verano. El clima me impidió una subida inmediata a las cumbres, aunque al final salió el sol y pude realizar el ascenso por el sendero de las Siete Lagunas. Hacía mucho viento frío y parecía que en lo más alto caía algo de agua nieve. Podían verse los primeros neveros.



Cerca del refugio de la Campiñuela, justo antes de llegar, entre una zona de pinares hay una acequia y es ahí donde fotografié a estos arbustos espinosos omnipresentes por toda la sierra que en estos días lucen sus frutos negro-azulados. 



Se trata del agracejo: Berberis hispanica. Es una planta arbustiva caducifolia, por eso las hojas ya lucen anaranjadas, en breve caerán. Crecían a gran altitud, por encima de los 2000 metros y sus bayas negras me cautivaron. Aprendí pronto a esquivar sus ramas espinosas por los senderos y admirar su belleza que intenté captar en estas fotos. Comprender su manera de estar vivo es algo más complejo, pero ese caminar por el sendero, esquivando y admirando forma parte de un diálogo entre mi manera de estar viva y la suya. Puedo decir que nos conocemos, en cierta forma.





domingo, 1 de septiembre de 2024

Los últimos días del verano

 “Miles de pececillos se mueven a lo largo de la orilla: un rebaño, un vuelo bajo el peso del agua, hundiéndose y elevándose, de espinazo lábil; sus aletas bogan, ínfimas y precisas; son recipientes de energía, caben seis en un dedal, pura grasa y cristal, pura transparencia: el conducto alimenticio, nítido en cada cuerpo. Miles y miles: un tropel de arcoíris, un cardumen, una enorme manada, y sin embargo, nadan como una única curvatura, un ala, una cosa, un viajero. Sus bocas están abiertas, feroces coladores hocicando en las diatomeas. Giran a la derecha, a la izquierda. Aceleran, frenan…

Es verano, el largo crepúsculo. Clavo la mirada en el agua. Me digo a mí misma: ¿cuál de ellos soy yo?”

Alevines, Mary Oliver (La escritura indómita)



A finales del verano, cuando los días largos comienzan a acortar un poco y las puestas de sol se vuelven de un intenso naranja, llegan a la bahía las corrientes cálidas. El agua del mar está tan caliente que no me resulta agradable del todo darme un baño. No refresca tanto como en los días de julio cuando estamos a merced de las corrientes frías y el agua se vuelve cristalina. 



Estas imágenes que acompañan la entrada, aunque fueron tomadas la última semana de agosto, muestran una mañana de aguas claras y limpias. Además de marea baja, Debió de ser la única mañana así esa semana, porque el resto fueron de aguas turbias y mareas altas.



La corriente era cálida desde luego y las aguas estaban templadas en esta parte del mediterráneo. En la costa de San Roque hay algunas zonas de rocas y este es el hábitat que fotografié. 



Me metí en el agua hasta las rodillas y allí en plena quietud el fondo cobró vida. Unos pececillos con manchas negras y unas aletas pectorales redondeadas danzaban entre las rocas, otros permanecían en el fondo sin moverse, con un cuerpo mitad roca mitad alga, completamente mimetizados. Camarones de rocas y cangrejos ermitaños.




Estaba entre medio de toda aquella vida. Mis pies hundidos en la arena eran como las raíces de un enorme árbol con ojos abiertos al fondo. Un movimiento brusco y todo quedaría reconfigurado: los pececillos buscarían refugio en la sombra de una piedra, los camarones saltarían lejos y los cangrejos ermitaños enterrarían su concha de caracola. Todo ello aprovechando la turbidez del agua. Una vez asentada y recuperada la quietud surgiría un nuevo paisaje. De hecho algo así debió de ocurrir cuando saqué mis pies de allí y salí del mar. Que un fondo nuevo debió de nacer.