lunes, 25 de noviembre de 2024

Una historia en la oscuridad, pegada al suelo. La lagartija andaluza

“Somos extranjeros, residentes temporales, puntos suaves, sobre las rocas. Has paseado por la playa y has visto dónde han aterrizado las aves, dónde han caminado y levantado el vuelo; sus huellas en la arena comienzan, continúan y, de pronto, desaparecen. Con nuestras huellas sucede lo mismo: pero nosotros llegamos y nos mantenemos aún en el suelo. Mientras estamos aquí, durante las estaciones en que nuestras tiendas están montadas en la luz, pasamos unos junto a otros saludando a gritos en mil lenguas, dando la bienvenida y diciendo adiós”.

Enseñarle a hablar a una piedra. Annie Dillard


En estos días nublados de noviembre el Pinar del Rey se mantiene mojado. El sotobosque, de un verde intenso, brilla de una forma especial. Las hojas gotean, los senderos están llenos de barro y se abre el imperio de las setas. Las hay de muchas formas, casi todas de colores pardos. Unas se elevan sobre el tapiz verde del suelo, otras crecen en las ramas viejas, sobre las corchas de los pocos alcornoques que sobreviven. Unas se abren como un paraguas. Otras en cambio, son como huevos de un extraño animal y explotan para expulsar las esporas quedando como si fueran un trozo de tela vieja adherida a la hojarasca. 


Llueve a ratos. Poca cosa. Es casi imperceptible desde el sotobosque por donde nos desplazamos los humanos. En la copa de los árboles seguro que es otra historia. La mía es en la oscuridad, pegada al suelo. Una historia que comparto con las setas y con otros muchos seres como los jabalíes. Aunque no he visto ninguno, camino a menudo sobre sus huellas. También han removido con sus hocicos toda la hojarasca en grandes trechos cerca del sendero. Debe de ser un grupo grande. Sólo su rastro es visible, lo demás son fantasmas. 


Voy corriendo y hago el sendero del Tajo del Pajarraco, en la oscuridad, intentando no resbalar en los barrizales. En el Tajo realizo un breve descanso y observo los buitres que vuelan muy bajos. Creo que debe de haber alguna buitrera en las peñas de enfrente. Después retomo mi carrera por entre las tierras rojas, arcillosas, características del pinar. De vez en cuando sorteo alguna piedra ostionera para no tropezar con ella. 


Cuando por fin llego al coche, me doy un paseo para ver cómo se encuentra la fuente de la Alhaja, en donde crecen equisetos y habitan tortugas. El arroyo vuelve a llevar agua, después de mucho tiempo. Sale el sol por un breve momento. Una lagartija aprovecha para colocarse sobre la madera de la barandilla del puente que cruza el arroyo. Sedienta de sol, tesoro raro en estos días nubosos del otoño, decide pasar de mi presencia. Me mira. Realizo la foto con el móvil y ella sigue al sol sin inmutarse. 


Esta habitante del pinar es, según me han comentado en grupos de herpetología, la lagartija andaluza: Podarcis vaucheri, que ha sido considerada como una subespecie de Podarcis hispanicus. Habita efectivamente en zonas de la provincia de Cádiz, pero hay muy pocos datos sobre la especie. 


Nos miramos tan sólo un momento mientras se deleitaba en su efímero baño de sol. Habitante enigmática de la oscuridad del sotobosque. Pasamos una junto a la otra. Fue tan sólo hola y adiós.




domingo, 20 de octubre de 2024

Los frutos del otoño: Agracejo

 “La manera humana de estar vivo, enigma entre los enigmas, sólo adquiere sentido si está entramada con las otras miles de maneras de estar vivo que los animales, vegetales, bacterias y ecosistemas reivindican a nuestro alrededor”

Baptiste Morizot “Maneras de estar vivo



El otoño es la mejor fecha para pasear por las cumbres montañosas. Como otros años viajé a las Alpujarras granadinas y allí caminé por encima de las nubes en el sendero de las Siete Lagunas, saliendo desde el pueblo de Trevélez.

Son varias las entradas que tengo en el blog dedicadas a estos paseos por el Parque Natural de Sierra Nevada.


En 2022 dediqué una entrada a los helechos verdes de la umbría: Helechos en la umbría


En 2016 dediqué una entrada la lavandera cascadeña que saltaba entre las piedras del río Trevélez: Entre cantos rodados y musgo


En 2015 dediqué dos entradas, una al encuentro con las lagartijas colilargas: El perfil de las rocas y otra al encuentro con el lagarto ocelado de la Sierra Nevada: Reptiles en las alturas



Este paisaje de las cumbres es recurrente en mi vida, por lo menos una vez al año intento tener el placer de caminar por las agrestes montañas. El otoño inunda de amarillos, naranjas y ocres el valle de Trevélez, los caminos de llenan de nueces caídas de los nogales y de las bolas amarillas como erizos espinosos de los castaños. Las manzanas verdes y rojas, los membrillos, pueblan los árboles frutales. En la ribera del río los chopos amarillean sus hojas y las de los cerezos se tornan de un rojo intenso. 



Encontré los colores del otoño y sus frutos entre las brumas, mojados por las primeras lluvias tras el verano. El clima me impidió una subida inmediata a las cumbres, aunque al final salió el sol y pude realizar el ascenso por el sendero de las Siete Lagunas. Hacía mucho viento frío y parecía que en lo más alto caía algo de agua nieve. Podían verse los primeros neveros.



Cerca del refugio de la Campiñuela, justo antes de llegar, entre una zona de pinares hay una acequia y es ahí donde fotografié a estos arbustos espinosos omnipresentes por toda la sierra que en estos días lucen sus frutos negro-azulados. 



Se trata del agracejo: Berberis hispanica. Es una planta arbustiva caducifolia, por eso las hojas ya lucen anaranjadas, en breve caerán. Crecían a gran altitud, por encima de los 2000 metros y sus bayas negras me cautivaron. Aprendí pronto a esquivar sus ramas espinosas por los senderos y admirar su belleza que intenté captar en estas fotos. Comprender su manera de estar vivo es algo más complejo, pero ese caminar por el sendero, esquivando y admirando forma parte de un diálogo entre mi manera de estar viva y la suya. Puedo decir que nos conocemos, en cierta forma.





domingo, 1 de septiembre de 2024

Los últimos días del verano

 “Miles de pececillos se mueven a lo largo de la orilla: un rebaño, un vuelo bajo el peso del agua, hundiéndose y elevándose, de espinazo lábil; sus aletas bogan, ínfimas y precisas; son recipientes de energía, caben seis en un dedal, pura grasa y cristal, pura transparencia: el conducto alimenticio, nítido en cada cuerpo. Miles y miles: un tropel de arcoíris, un cardumen, una enorme manada, y sin embargo, nadan como una única curvatura, un ala, una cosa, un viajero. Sus bocas están abiertas, feroces coladores hocicando en las diatomeas. Giran a la derecha, a la izquierda. Aceleran, frenan…

Es verano, el largo crepúsculo. Clavo la mirada en el agua. Me digo a mí misma: ¿cuál de ellos soy yo?”

Alevines, Mary Oliver (La escritura indómita)



A finales del verano, cuando los días largos comienzan a acortar un poco y las puestas de sol se vuelven de un intenso naranja, llegan a la bahía las corrientes cálidas. El agua del mar está tan caliente que no me resulta agradable del todo darme un baño. No refresca tanto como en los días de julio cuando estamos a merced de las corrientes frías y el agua se vuelve cristalina. 



Estas imágenes que acompañan la entrada, aunque fueron tomadas la última semana de agosto, muestran una mañana de aguas claras y limpias. Además de marea baja, Debió de ser la única mañana así esa semana, porque el resto fueron de aguas turbias y mareas altas.



La corriente era cálida desde luego y las aguas estaban templadas en esta parte del mediterráneo. En la costa de San Roque hay algunas zonas de rocas y este es el hábitat que fotografié. 



Me metí en el agua hasta las rodillas y allí en plena quietud el fondo cobró vida. Unos pececillos con manchas negras y unas aletas pectorales redondeadas danzaban entre las rocas, otros permanecían en el fondo sin moverse, con un cuerpo mitad roca mitad alga, completamente mimetizados. Camarones de rocas y cangrejos ermitaños.




Estaba entre medio de toda aquella vida. Mis pies hundidos en la arena eran como las raíces de un enorme árbol con ojos abiertos al fondo. Un movimiento brusco y todo quedaría reconfigurado: los pececillos buscarían refugio en la sombra de una piedra, los camarones saltarían lejos y los cangrejos ermitaños enterrarían su concha de caracola. Todo ello aprovechando la turbidez del agua. Una vez asentada y recuperada la quietud surgiría un nuevo paisaje. De hecho algo así debió de ocurrir cuando saqué mis pies de allí y salí del mar. Que un fondo nuevo debió de nacer.




jueves, 15 de agosto de 2024

El verano en las montañas

 


“Me siento pariente de la mala hierba, y participo en gran medida de su aburrida paciencia, que aguarda en invierno el sol de primavera”.


Cartas a un buscador de sí mismo. H. D. Thoreau


Bajo el peso del sol de agosto resolví una visita a las montañas. Me instalé en el pueblo de Benaocaz, en la sierra de Cádiz. Las salidas al encuentro de la naturaleza quedaron limitadas al amanecer o al atardecer, porque una vez que el sol se impone en las alturas ya resulta imposible salir. 




Mucho pasto seco por los pedregales bajo el peso del sol, pero aún así el majuelo presenta ya sus frutos, aunque verdosos y la zarzamora colorea de negro las moras. Me llamó la atención el toque amarillo de la conocida vulgarmente como hierba cana. Sus tallos se elevaban verdes entre los pastos secos y presentaba una abundante floración amarilla, ajena a las calores y a la ausencia de agua de la temporada veraniega. 




Atardecía en las montañas, el cielo mostraba una gama de naranjas como de resplandor de un gran incendio en la lejanía. Caminaba por el sendero de la calzada romana, paseo milenario, cargado de pisadas que se han perdido en el olvido, pisadas de viajantes que antaño iban desde Carteia en la costa, a Ocuri en las montañas. Ciudades del pasado, abandonadas a yacimientos arqueológicos que muestran la historia que nos construye. 



La conocida como hierba cana, Jacobea vulgaris Gaerth. (es el nombre de la especie), en plena floración al fuego del atardecer era de una gran belleza entre los pastos secos. Esta planta de la familia de las Asteráceas se encuentra distribuida por toda Europa. Sus tallos se elevaban rectos aproximadamente un metro sobre el suelo y abría sus flores en racimos de amarillo brillante. 




Ha sido considerada una mala hierba por los humanos porque es tóxica para los caballos y el ganado en general. A pesar de ello, fuimos testigos del atardecer dorado en la calzada romana entre las montañas. Testigos de pasos olvidados en el acontecer de los siglos a la puesta del sol. 





jueves, 28 de marzo de 2024

La dulzura de la primavera: Lavandula stoechas

 “Primavera: se eleva de la tierra una dulzura tan abrasadora que te colma, a Dios gracias, de desorden”. Horas de Invierno, Mary Oliver.



Marzo transcurre entre charcos y barro. Días nubosos, tormentas y un rayo de sol. Sierra Carbonera florece. Los gérguenes ya están en flor, los gamones hace ya tiempo que perdieron sus flores y exhiben sus varas, timones sin rumbo, a merced de los vientos. 


La olorosa Lavandula stoechas empezó a florecer en febrero y se encuentra en plena floración tapizando con su nota de color las laderas antaño secas de la sierra. Sus hojas son de un verde apagado, como grisáceo, mientras que la inflorescencia en espigas cuadrangulares es violeta. 



Es una planta muy común por la zona, típica del matorral mediterráneo. En las guías de naturaleza se la conoce por el nombre vernáculo cantueso, pero la verdad es que nunca he oído a nadie llamarla realmente así. Romero o lavanda silvestre son las denominaciones más comunes para mí.



Aprovechando el rayo de sol subí a la sierra, hice frente al fuerte viento y volví bajo la lluvia. En el barro de los zapatos me llevé piedras, semillas, arena, hojas rotas, el desorden de la primavera. Las ranas croaban y los espárragos lucían verdes sus retoños. 


Al rozar la mata de lavanda se desprendió su dulzura. Una mariposa vino a posarse en la flor violeta bajo la fugaz luz del sol. El mar turquesa lucía tranquilo en la bahía, pero en el levante se agitaba espumoso y rugía como el motor de una poderosa maquinaria. 



Así es la primavera, en la inconsistencia  se revelan sus tesoros.






sábado, 30 de diciembre de 2023

Fin de año: la mandrágora de la sierra

 

"Los salvajes espacios yermos del mar y las pálidas dunas sobre las que planea un halcón son para mí los espacios ceremoniales que en la liturgia ocupan la oración, el himno, el sermón, el silencio, la homilía, la escritura, la arquitectura de la propia iglesia”.

Horas de invierno, Mary Oliver.



Los días de diciembre son cortos, pero este año muy luminosos. El sol brilla con fuerza en un cielo azul intenso, sin nubes, lo cual es raro en estas tierras. 


He subido muchas veces a Sierra Carbonera. Por la encrespada ladera llevaba un tiempo buscando la mandrágora. Sabía que florecía por estas fechas, pero cuando la planta no está en flor no soy capaz de identificarla. Paso por esa cresta muchísimas veces a lo largo del año, pero tan sólo en diciembre veo la mandrágora. La planta como tal no tiene nada llamativo, pero cuando está en flor llama la atención. Esas flores moradas y delicadas resaltan entre las plantas secas y sobre la arena rojiza, arcillosa de la sierra. 



La mandrágora (M. autumnalis Bertol) es una planta fantasma. A principios de diciembre la vi en flor por primera vez este año. El año pasado también la vi en diciembre. Estaba abriendo las flores y no resultó muy fotogénica. A la siguiente semana volví a subir y es el momento en el que tomé las fotos que ilustran esta entrada. Hoy, día 30 de diciembre, he vuelto a subir y ya no he sido capaz de verla. Está bajo los matorrales, es una planta sin tallo con hojas anchas y carnosas, nada vistosa. Las flores de color morado se disponen en el centro formando una roseta. Es lo que hace a la planta llamativa. Pierde las hojas en los meses de verano y se mantiene latente bajo tierra. Las raíces tuberosas son famosas pues al parecer recuerdan vagamente a una forma humana. Jamás he visto sus raíces. 



En Sierra Carbonera tampoco he encontrado otra mata de mandrágora. Tan sólo esta y la veo en los días de diciembre. He buscado por los alrededores otras matas, pero nada. Persiste este único ejemplar en la cresta empinada, entre roquedos. 


Hoy ya no fui capaz de verla, las flores han debido marchitarse y se ha convertido en una planta más entre las múltiples hierbas que verdean en la sierra, a pesar de la sequía. 



Vemos lo que sabemos ver. El monte se compone de aquellos seres que sabemos identificar, lo demás pasa indiferenciado ante nuestros ojos, como si no existiese. Hay un mundo ahí fuera por descubrir. 


La mandrágora de los días de diciembre se ha vuelto a ocultar hasta el año que viene. Se reintegra en la multitud y se vuelve invisible a mi mirada. El sol sale, se oculta, nace, y comienza otro año. Esta es la arquitectura de mi templo.






domingo, 26 de noviembre de 2023

Vuelvepiedras: paseantes de las costas

“Lo que la naturaleza nos da, nunca nos resulta suficiente. Debemos refrescar constantemente nuestra mirada con nuevas visiones de un vigor inagotable, fenómenos vastos y titánicos, la costa y sus naufragios, las extensiones inagotables y sus árboles, vivos o putrefactos, las nubes tormentosas y el diluvio que dura tres semanas y da lugar a grandes inundaciones”. 

Walden, H. D. Thoreau

Cádiz huele a mar. Las calles estrechas del casco histórico las recorren los vientos marinos húmedos y salados. Con una larga historia la ciudad me resulta interesante de leer: sus monumentos, su arquitectura, su peculiar urbanismo. Es un lugar único, irrepetible.

Estos días de noviembre fueron calurosos, el mar estaba calmo, apenas hacía viento. Si hubiera llevado el bañador es probable que hubiera acabado bañándome al medio día. El hotel daba al atlántico y por el paseo marítimo fui andando hacia el castillo de San Sebastián, antaño templo de Moloch según la tradición.  

En una isla pequeña, apenas un roquedo, muy cercano a la playa de la Caleta, lo que en tiempos fue un lugar sagrado, enigmático, donde se adoraban antiguos dioses, en el siglo XVIII se construyó el castillo que hoy vemos. El paseo es fresco y agradable. El día estaba un poco nublado y el viento azotaba con fuerza la estrecha carretera que une la playa con el roquedo.

La espuma del mar salpicaba a cada rato a los paseantes y entre las rocas calcarenitas andaban los vuelvepiedras (Arenaria interpres). Me sorprendió lo confiados que eran. Había unos hombres echando de comer migas de pan a las palomas en la playa y ellos acudían a comer entre ellas. Andaban por entre las piernas de la gente que pasaba. 

Es un ave que cría en las áreas costeras en torno al Ártico, pero que aparece por las costas atlánticas de la península en los meses de invierno. El nombre de vuelvepiedras se debe a su método de alimentación, que consiste en voltear piedras con el pico para comerse los invertebrados, principalmente insectos, que hubiera debajo. 

Los intrépidos y descarados vuelvepiedras, que habían volado miles de kilómetros, desde el norte de Europa hasta la Bahía de Cádiz, se acercaban a mi cada vez que abría mi bolsa, pensando que quizás iba a echarles algo de comer. Aproveché para fotografiarlos con el móvil. Más lejos saltaban entre las rocas ostioneras metiendo el pico en las oquedades (piedras formadas por conchas marinas, entre las que las ostras se distinguen con facilidad, piedras con las que se construyeron ciudades en la antigüedad) inmersos entre los roquedos y el mar, en la tierra inestable azotada por las mareas, entre la espuma blanca y de vez en cuando mirando curiosos a los paseantes cegados por el turquesa del mar. Así pasan el invierno los vuelvepiedras. 

Atrás dejé Cádiz y su historia y sus habitantes alados, a mi paso me llevé este inesperado encuentro.