“Podríamos vivir bajo el rosal, salvajes como comadrejas, mudos y carentes de entendimiento. Yo podría asilvestrarme con toda tranquilidad”.
Vivir como comadrejas Annie Dillard
“Podríamos vivir bajo el rosal, salvajes como comadrejas, mudos y carentes de entendimiento. Yo podría asilvestrarme con toda tranquilidad”.
Vivir como comadrejas Annie Dillard
Empiezo el año entre hogueras, a la búsqueda de luz/calor en las tardes oscuras y frías de enero. Tras el ajetreo navideño y en estos meses de pandemia me alejé del mundanal ruido en un viaje hacia las montañas cercanas. No son buenos tiempos para viajes lejanos así que toca recurrir a lo aledaño.
Es así como he pasado los primeros días del año en los campos cerca de Riogordo, en la comarca malagueña de la Axarquía. Allí, bajo las cumbres, en la noche helada se fraguó este encuentro.
Los anfibios me encantan, todos ellos, aunque tengo predilección por las ranas y los sapos. Suelen ser muy comunes en la inmediación de charcas, ríos y arroyos. Allá en las acequias, en las escorrentías. Seres que necesitan el agua, la hidratación continua en sus pieles resbalosas, habitantes de lo intermedio, de las orillas enfangadas, de la arena mojada.
Debían de ser las diez de la noche cuando paseaba por la finca bajo el cielo estrellado. Entre la hojarasca oí algo moverse. Luego lo vi, un ser que se movía en la oscuridad torpemente. No parecía ágil, ni rápido. Pensé en un erizo. Saqué el móvil de mi bolsillo, activé la linterna y pude verlo con claridad. Se trataba de un sapo corredor.
Por cómo se movía y por sus ojos verdes, supe que no era un sapo común. Investigando después di con la identificación de la especie. Ya había visto antes a los sapos corredores. Fue por las tierras utreranas, un día de barrizales en los que salí en la bici, allá hacia Los Molares, por unos caminos que hacían zigzags a los lados de un arroyo. Tierras llanas, campos de cultivo. La cosa es que ese día lo recuerdo soleado, recuerdo también ramas secas, pero había muchas charcas y zonas con barro. Debió de llover los días anteriores a mi salida. Fue una sorpresa encontrarme a miles de sapos corredores saliendo de las charcas. No de una ni de dos, sino de todas las que había en aquel trayecto de 8 kilómetros. Un espectáculo. En las charcas quedaban gusarapos, seres en transformación, pero otros acababan de desarrollar las patas y salían de las charcas y cruzaban los caminos. Miles de diminutos sapos corredores, recién formados, lanzándose a la vida terrestre. No sé si atropellé alguno, probablemente. Puse mucho cuidado en esquivarlos, pero eran muchísimos y tan sólo perceptibles cuando se movían.
Es increíble lo enorme que llegan a ser. El ejemplar que me encontré era como mi mano. Se trataba de una hembra, que es mayor en tamaño que los machos. Su vida es también larga, hasta los 17 años en las hembras, que parece que viven más que los machos. En cuanto a la distribución de la especie sabemos que habita toda Europa, desde España a Bielorrusia y Ucrania. Por el norte y en las regiones mediterráneas. Los adultos se alimentan de artrópodos, de larvas, de miriápodos y hasta de escorpiones, mientras que los renacuajos comen algas y detritos.
Pude observar aquel sapo un buen rato. Cuando le acercaba la cámara se movía tímidamente, probablemente molesto con la luz del flash, sin la cual era imposible hacer la foto en la oscuridad de la noche. Pero tan sólo andaba uno o dos pasos y se quedaba quieto. Así le pude realizar las fotos con las que ilustro la entrada al blog. Fue tan sólo un ratillo en el que nos encontramos, sus ojos verdes atravesados por una larga pupila negra y mi mirada curiosa. En vez de ver las estrellas, anduve mirando la tierra y sus seres agazapados en la oscuridad. En los días siguientes lo oí croar varias veces pero ya no volví a verlo. Seguía estando por allí, en la oscuridad, por alguna parte. Nunca estamos sólos bajo el cielo estrellado.