“Me siento pariente de la mala hierba, y participo en gran medida de su aburrida paciencia, que aguarda en invierno el sol de primavera”.
Cartas a un buscador de sí mismo. H. D. Thoreau
Bajo el peso del sol de agosto resolví una visita a las montañas. Me instalé en el pueblo de Benaocaz, en la sierra de Cádiz. Las salidas al encuentro de la naturaleza quedaron limitadas al amanecer o al atardecer, porque una vez que el sol se impone en las alturas ya resulta imposible salir.
Mucho pasto seco por los pedregales bajo el peso del sol, pero aún así el majuelo presenta ya sus frutos, aunque verdosos y la zarzamora colorea de negro las moras. Me llamó la atención el toque amarillo de la conocida vulgarmente como hierba cana. Sus tallos se elevaban verdes entre los pastos secos y presentaba una abundante floración amarilla, ajena a las calores y a la ausencia de agua de la temporada veraniega.
Atardecía en las montañas, el cielo mostraba una gama de naranjas como de resplandor de un gran incendio en la lejanía. Caminaba por el sendero de la calzada romana, paseo milenario, cargado de pisadas que se han perdido en el olvido, pisadas de viajantes que antaño iban desde Carteia en la costa, a Ocuri en las montañas. Ciudades del pasado, abandonadas a yacimientos arqueológicos que muestran la historia que nos construye.
La conocida como hierba cana, Jacobea vulgaris Gaerth. (es el nombre de la especie), en plena floración al fuego del atardecer era de una gran belleza entre los pastos secos. Esta planta de la familia de las Asteráceas se encuentra distribuida por toda Europa. Sus tallos se elevaban rectos aproximadamente un metro sobre el suelo y abría sus flores en racimos de amarillo brillante.
Ha sido considerada una mala hierba por los humanos porque es tóxica para los caballos y el ganado en general. A pesar de ello, fuimos testigos del atardecer dorado en la calzada romana entre las montañas. Testigos de pasos olvidados en el acontecer de los siglos a la puesta del sol.